Kamikaze: Los hombres tras las máquinas

 

En 1944 la Marina Imperial Japonesa se enfrentaba al año que decidiría la victoria o la derrota.

Los escenarios en los que se desarrolló la Segunda Guerra Mundial nos hablan de la infinita crueldad de la guerra. Basta con visitar cualquiera de los cementerios militares que hoy en día jalonan los antiguos campos de batalla de todo el mundo para comprender la terrible atrocidad que provocó una época de violencia en la que se vio implicada la mayor parte de la Humanidad. Una Humanidad a la cual pertenecemos todos sin excepción. Por esa razón hasta los más pusilánimes, estamos avocados a hacer uso de la fuerza para alcanzar nuestros fines o defender nuestras ideas; nuestro concepto de libertad.

Sin embargo sería un craso error afirmar que la Segunda Guerra Mundial fue consecuencia exclusiva del ánimo beligerante de los Totalitarismos. Nada más lejos de la verdad. La última gran contienda mundial, entre otras muchas causas y aunque pueda parecer una paradoja, tuvo como principal detonante un pacifismo mal interpretado. Las actitudes conciliadoras que pretendían alcanzar una paz a cualquier precio fueron la causa de las desgracias y hecatombes que millones de inocentes y combatientes padecieron. Las heridas infligidas a la Humanidad no han cicatrizado todavía.

Adolf Hitler se aprovechó de la indolencia de las democracias occidentales para alcanzar la cúspide de su poder, millones de personas pagaron en las cámaras de gas el precio de la vergonzosa capitulación de Munich.

Ahora bien, por el contrario, la entrada en guerra de los Estados Unidos fue la consecuencia de un deseo tácito de provocar la guerra con el Japón y de ésta forma por extensión buscar el enfrentamiento con el Eje.

Las hostilidades entre los Aliados y los Totalitarismos tuvieron infinidad de teatros de operaciones; pero de entre todos ellos hay que destacar sin ninguna duda el enfrentamiento que sostuvieron las democracias con el Japón Imperial en el frente del Pacífico.

De hecho, la guerra naval en el Pacífico combina de un modo extraordinario componentes que deberían ser irreconciliables: la crueldad que va unida a la guerra y la infinita majestuosidad del propio escenario, donde por primera vez los adversarios se combatirían a distancia y en muchas ocasiones sin llegar a avistarse el uno al otro.

Es un hecho incontestable que el desarrollo de la aviación embarcada inauguró la guerra moderna, donde es esencial el dominio del aire e imprescindible el uso del portaaviones como arma táctica.

Muchos son los sangrientos episodios que componen la cronología de la guerra en el Pacífico. Todos ellos fueron determinantes para el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial y sus efectos repercutieron en la postguerra y se dejan sentir todavía en el presente. Pues no hay que olvidar que fue el curso de los acontecimientos en este escenario lo que determinó el lanzamiento de las bombas nucleares que arrasaron Hiroshima y Nagasaki. La Humanidad entró de sopetón en la Era Atómica, se pusieron los cimientos para la Guerra Fría y fue el comienzo de una Edad del Terror que todavía no ha pasado, ni siquiera tras la desaparición del Telón de Acero.

Las aguas del Pacífico, salpicadas de miríadas de islas y atolones que forman collares como de esmeraldas sobre el mar, nos parecen fascinantes; nos trasportan a atardeceres de calma en las playas y arrecifes, nos llevan hasta las cubiertas de los navíos de guerra que surcaban el océano formando manadas; monstruos de acero gris con una aterradora capacidad para causar la amputación y la muerte. Nunca debiera olvidarse que esas todopoderosas máquinas de combate obedecían en última instancia a una voluntad humana.

Todas aquellos ingenios bélicos forman ahora parte de una nueva mitología, un Panteón de dioses de la guerra que todavía hoy causan admiración, levantan pasiones y absorben horas y horas de estudio y análisis.

Sin embargo cabe insistir en el hecho de que tras los radio-telémetros y frente a las pantallas de los radares de tiro había hombres como cualquiera de nosotros.

Eran igualmente de carne y hueso las dotaciones de los buques de línea, y de la misma materia estaban hechos quienes navegaban bajo las aguas, sumergidos en potenciales mausoleos submarinos. Lo mismo se puede decir de quienes volaban en los aeroplanos que una vez derribados se convertirían en féretros para sus pilotos bajo el mar.

Muchos yacen ahí abajo todavía; desde donde nunca regresarán.

No hay que olvidar que todo ello fue obra exclusiva de la enfermiza y homicida mente humana. Pues eran manos humanas las que manipulaban las armas y dispositivos destinados a destruir al enemigo y su concepto de civilización.

Fueron razonamientos también humanos los que definieron el curso y los resultados de las batallas.

Nunca debiera olvidarse que tras toda acción de guerra, tras cada decisión, hubo una inteligencia que no podía provenir de las máquinas.

Sería terriblemente injusto adjudicar a la eficacia de los instrumentos bélicos el mérito del éxito o las consecuencias del fracaso; cuando por sí mismas las máquinas no pueden llegar a conclusiones ni tomar resoluciones de ningún tipo.

La guerra naval en el Pacífico se caracteriza por ilustrar la filosofía de una nueva clase de combatientes. No se puede menos que admirar y respetar el valor de los pilotos suicidas Kamikaze, un viento divino que sopló sobre la armada norteamericana y que bien podría haber derivado en un desastre cuya magnitud y consecuencias son difíciles de imaginar. Fue el arrojo y la determinación de los Kamikaze lo que forzó definitivamente la adopción de la solución nuclear para derrotar el espíritu combativo del Japón.

Aunque solamente sea por ese motivo, la guerra en el Pacífico debe figurar entre los teatros de operaciones más sangrientos en la historia de la violencia.

Lejos de perder vigencia, sus lecciones y conclusiones son perfectamente válidas hoy en día, pues el suicidio como horrorosa táctica de combate sigue utilizándose en el mundo y en condiciones muy parecidas a las que favorecieron el nacimiento de los Kamikaze. Porque hoy en día, a pesar del desarrollo armamentístico y la expansión del tráfico de armas, sigue siendo el último recurso de quienes necesitan compensar la superioridad militar del enemigo.

Ciñendonos al Pacífico y prescindiendo de la triste espectacularidad de las acciones de guerra, de los motivos filosóficos y patriotas que influyeron en el resultado de las hostilidades, no hay que olvidar que todo ello debiera haber servido para la prevención de futuros conflictos y que esa condición jamás se cumplió. Como todos aquellos que olvidan la historia la Humanidad está condenada a repetirla.

Esa certeza nos lleva de nuevo al factor humano.

Siendo la guerra el fruto de decisiones humanas, no resulta demasiado razonable detenerse en el examen concienzudo de hechos que ya han ocurrido y son inamovibles en el tiempo. Sin embargo, es necesario seguir buscando los orígenes de las determinaciones que provocaron el estallido de una guerra salvaje que causó millones de víctimas.

Importa muy poco si tal o cual batalla se ganó o perdió por esta o aquella razón, ni tampoco tiene sentido valorar las decisiones que tomaron en ese momento quienes estaban al mando de las unidades militares implicadas, es útil para prevenir errores en las mismas circunstancias, pero no aclaran el proceso por el cual se llegó a esa situación.

Sin ir más lejos, los Kamikaze no eran autómatas, no fueron programados desde el instante de nacer para su propia inmolación. Tras sus escalofriantes hazañas hay todo un concepto de civilización que sigue siendo difícil de comprender para el mundo occidental.

Esto es así porque cuando revisamos viejas imágenes documentales en las que aparecen aviones desplomándose de un modo suicida sobre buques de guerra, olvidamos que unos y otros estaban tripulados por seres humanos, no se trata de logrados peleles, no se trata de conseguidas maquetas cinematográficas.

Eran hombres los que estaban tras las máquinas, y tenían las mismas ilusiones, defectos y virtudes que cualquiera de nosotros. Con todo, en algún momento de la historia, algo les enfrentó contra su voluntad. Fuera lo que fuera hay que determinar a toda costa en qué consistió ese motivo de disputa, hay que impedir que los sucesos acaecidos durante la campaña del Pacífico, y por extensión durante toda la Segunda Guerra Mundial, vuelvan a repetirse.

Es necesario aprender y estudiar nuevas formas de pensamiento, nuevos aspectos de las demás civilizaciones que conviven con nosotros en el globo. Hay que encontrar coincidencias que puedan servirnos para el intercambio de lo mejor de nuestras culturas.

De otro modo podemos cometer los mismos errores que nos llevaron a extremos desesperados en el pasado. Así la juventud japonesa fue sacrificada en la ara del patriotismo esparciendo sus vísceras sobre las cubiertas acorazadas de los navíos enemigos y aquellos respondieron calcinando a miles de inocentes que se convirtieron en sombras y ceniza en un instante. Este es el único modo de acabar con las guerras.

No olvidar jamás lo sucedido, ni cómo; ni por qué sucedió.

No olvidar jamás que tras las máquinas se hallan siempre la carne y la sangre humanas que mantienen viva una inteligencia intolerante. Una mente humana intolerante que siempre es la última y final responsable de los actos de violencia.

Benito Barcelo Bennasar (BBB)
misionjupiter@hotmail.com

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